Nada cambia aquí. Tal vez hay edificios nuevos, sobre todo en la salida sur de la ciudad, a la cual el gobierno del estado parece empeñada en convertir en una versión pequeña de la zona cercana al Pedregal, Hospital Ángeles incluido. Y también, tal vez, ya hay más pantallas y neón y chingaderas así superfluas por todos lados. Pero, básicamente, las azoteas de los edificios viejos con sus fachadas pintadas o tapizadas de azulejos, siguen ahí, inamovibles, llenas de humedad, moho y trastos viejos.
Rara vez hay tierra realmente seca aquí. Árboles por todos lados, árboles de todos tipos, verde que se empeña en devorar a una mancha urbana que crece furiosa, burguesa, capitalista, cultural, inquieta, fotográfica, viva y rota. Pero verde, joven, ¿inmortal? ¿A pesar de la profecía que dice que morirá bajo el agua?
Y es que eso es lo único que no cambia en Ciudad Lluvia. El agua, el cerro, la gente. Y a pesar de eso, hoy no llueve.
Tal vez algunas cosas sí cambian. Por eso no vivo aquí ahora, y quizá sólo regrese aquí a cerrar el círculo de mi vida, tal como la lluvia cierra el ciclo del agua.
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