viernes, 4 de diciembre de 2009

Alas

Él despertó, como todos los días. Pero no era él.

Las sintió en su espalda. Querían moverse, moverlo a él. Las palpó con sus dedos. Arrancó algo, y lo miró atentamente: una pluma blanca.

El espejo del baño lo confirmó. Alas, blancas, largas, esbeltas. Alas que se movían cuando el pensaba que se movieran. Alas que relucían sin una mota de polvo. Alas, en un muchacho de dieciséis años, gordito, con acné y de apenas un metro sesenta de estatura.

Salió corriendo al patio de la vecindad, subió las escaleras que llevaban a la azotea y vio el abigarrado paisaje urbano que se extendía ante él. Montones de basura, fierros viejos, azoteas descuidadas, macetas con plantas que crecían abandonadas y perros que tomaban el sol ociosamente. Una vecina desde una azotea contigua lo miraba fijamente.

Él extendió sus alas, sintiendo el sol de las diez filtrarse a través de las plumas blancas. Dio un brinco, agitando sus nuevas extremidades, y no pasó nada. Brincó más alto, agitó sus alas más fuerte y no pasó nada. Empezó a sudar.

Entonces se asomó por la orilla de la azotea y vio, tres pisos más abajo, la acera. Agrietada. Con hojas secas, apestosa por los charcos de agua con aceite de radiador que se abrían paso entre los huecos.

Tomó aire, extendió las alas, y se dejó caer.

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