miércoles, 4 de noviembre de 2009

Acero roto

La guerra nunca cambia, ni termina, dicen por ahí. Es nuestro estado perpetuo, parte de la búsqueda infinita de superioridad que alimenta el espíritu de nuestra raza. Somos soldados, todos y cada uno de nosotros.

¿O acaso olvidaste ya el color de la sangre, el olor de la piel desgarrándose, y el toque sutil del metal en tus huesos y tu corazón?

¿No eres acaso quién más ha pregonado que un asalto sólo lo llega a ser de verdad cuando tocas los muros húmedos de las fortalezas y ruinas que has dejado a tu paso?

¿No deseabas en parte una nueva lucha, después de que la Paz te demostró que no te acoge entre los pliegues de su falda?

Cannae. Gaugamela. Austerlitz. Stalingrado. Nada de esto es nuevo para ti. Me alegro que no llores, me alegro que levantes la mirada y sonrías sin hacerlo, a medias. No esperas nada más que la siguiente andanada de balas. Bien por ti. Me alegra que tomes tu arma y mandes al infierno la duda que hace que tus enemigos vivan. Me alegro que decidas derramarte, que escurras lo único que queda de ti en éste páramo de árboles negros y tierra quemada.

Ve y mata. Y vive. Porque sólo sabes que tu vida vale en tanto otras se extingan. Y nunca, jamás, vuelvas a hacerme forjarte de nuevo, porque entonces los dos nos mataremos en la única lucha que no vale la pena.

Soldados somos, y en el camino andamos, porque arrieros ya no hay en este lugar.

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